jueves 25 de abril de 2024 - Edición Nº1968

Cultura | 27 dic 2022

Relatos literarios

Piso 32

"Era la primera vez que visitaba el hotel, pasé por diferentes pisos".


Puedo localizar a la perfección cuando una persona está atravesando una situación de quiebre, a la gente con tendencia a desarmar cosas, o a soltar con facilidad. “Nuestra habilidad psíquica reside en el espectro de quienes somos”, para fraseando al personaje de la mítica Morticia Addams.

 

En cambio, me cuesta mucho negociar con los enlatados de las cosas.

 

No saber comprender, la importancia de conservar costumbres, a veces almidonadas, simplemente porque nos anteceden, es la marca que me cerró el paso a algunas charlas. Con mi abuela, por ejemplo, charlas que necesitaba y no lo sabía.

 

En el año 2015, me mudé a Buenos Aires y conseguí mi primer trabajo formal. Desde que llegué fui amadrinada* por Marga, una de mis jefas.

 

En diciembre del año 2017, Marga cumplía 50 años y su primero como divorciada. De entre todos los edificios de Puerto Madero, eligió el más caro. En su cumpleaños, reservó una parte del piso en un hotel impactante, festejamos por la tarde.

 

Al parecer llegamos muy temprano y recién arrancaba la hora del brunch.

 

En uno de los tocadores, mientras me arreglaba el Rouge que me había comprado, veo a una joven, morocha saliendo del baño. Los zapatos que llevaba puestos la hacían pasar el metro setenta, tenía el pelo lacio, negro y cortaba justo por dejado del lóbulo de la oreja.

 

Tendrías que delinear por fuera, para que quede mejor el labial. Me dijo -mientras agarraba cantidades exageradas de papel para secarse las manos-.

 

Le agradecí, busqué entre las cosas de mi neceser, pero no tenía nada. Automáticamente, sacó un lápiz de su sobre acharolado y me invitó a estirarlo hacia los bordes.

 

Definitivamente, el lápiz hacia la diferencia, agradecí como si fuera un descubrimiento. Ella lo tomó y salió del cuarto perdiéndose entre el vaivén de la puerta.

 

Era la primera vez que visitaba el hotel, pasé por diferentes pisos.

 

Mis compañeras no paraban de descorchar champagne, bebida que siempre creí sobrevalorada, me decidí a mirar la carta.

 

A lo lejos vuelvo a ver a la chica del corte de pelo filoso, sola, sentada en una de las barras. Me acerco por detrás y me apoyo en la barra, a su derecha. Le pido un Gin a la bartender. Soy aburrida, aburridísima con las bebidas, hubiera pedido una birra o una copa de vino tinto, pero estaba al lado de una chica de porte enigmático que parecía caminar por el bar como si fuera su casa, como si le aburriera. Eso me inquietaba un poco.

 

- Me pediría un fernet dijo esta vez, rió, y sus labios gruesos se extendieron ocupando toda su cara, como si fuera el Gato de Cheshire. Al mismo tiempo hizo un gesto elegantísimo, tapando su sonrisa con sus manos y arrastrándolas desde su cara hasta pasar por su pecho, dejándolas ahí apoyadas. Esto último echó para atrás toda jugada de sensualidad que hubiera desplegado hasta el momento, más bien me hizo ubicar algo similar a los gestos que haría yo, en situaciones que se escapan del común de todos los días.

 

Se llamaba Mora, llevaba unos días en el hotel, aunque viviera a unas pocas cuadras. La acompañé a una de las cocinas, en donde Pedro, su amigo cocinero, le daría unas cajas para llevar, con variedad de pastelería del día.

 

Había hecho varios cursos de maquillaje, estilismo y confección de ropa. Me señala su pantalón sastrero como evidencia.

 

Mientras yo me preparaba para volver a la mesa, ella buscaba en su celular rastreando un cabify.

 

Me pregunta qué haría ese sábado.

 

- Hablas de mañana, le respondo.

 

¿Querrás venir? Hay un evento nocturno, creo que te gustaría.

 

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Por Romina Liporace 

 

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