

Por: Juan José Pereiro
En algún momento iba a suceder, hace años mirábamos los cotejos de la selección con la inconfesable sensación que era lo último suyo, del dueño absoluto de la bandera entre los aros. Finalmente se dio, no en 2016 cuando toda su generación razonablemente dijo “adiós” después de la derrota ante los NBA en Rio de Janeiro, post histórica eliminación del combinado local; no en China luego de la clase de talento y categoría que demostró con ese segundo puesto impensado en 2019; tampoco en la extensa suspensión de la actividad deportiva por la pandemia. Se despidió del deporte a los 41 años, en Tokio, compitiendo y –como si fuera poco- siendo el mejor del equipo, en su 5to evento olímpico.
Aún recuerdo la primera vez que vi a la selección de Básquet, en ese mundial en Indianápolis. Era vox populi en el ambiente del básquet hablar de “los pibes estos, que ganaron en Neuquén, son buenos en serio”. Dudo que alguien hubiera imaginado el 10% de lo que posteriormente lograrían, ni tampoco que aquello significaría el comienzo de un vínculo indisoluble de una camiseta y su capitán. En aquel momento previo, básicamente, a muy poca gente le importaba la selección de básquet, o más bien, el básquet. Sin embargo, un grupo de jóvenes desvergonzados se presentarían en un mundial (post traumática eliminación del futbol en Corea-Japón) y desplegarían –quizás- el mejor básquet FIBA que vimos en nuestras vidas.
Allí comenzaría el legado de la generación, como también, de su inmenso capitán. A raíz de la lesión, en la victoria ante EE.UU. en semifinales, de Ginobilli (jugador estrella del torneo), el equipo tuvo que repartir -aún más- las responsabilidades en ataque en la final frente a Yugoslavia. Scola, no solo lideraría al equipo en aquella final, sino que dejaría grabada para siempre la imagen de ese corte absolutamente limpio en mitad de cancha, en los segundo finales, que seguramente hubieran significado el titulo sino fuera por el error arbitral (diplomáticamente hablando) de pitar una inexistente falta.
Llegarían los triunfos: El oro en Atenas, el bronce en el mundial 2006, el bronce en 2008. Sin embargo la leyenda de Luis en la selección se estructuraría más allá de los resultados. El capitán priorizó siempre a la selección, no faltó nunca a ninguna competencia, por más que se conformaran planteles “débiles”, él siempre Jugó, siempre compitió. Pero la extensión de su compromiso con la selección no se limitó solo a la presencia física en las competencias, sino llegó, por ejemplo, al punto de dedicar –a sus 34 años- dos meses de pretemporada , básicamente, a aprender a tirar de 3 puntos porque la plantilla del mundial 2014 no tenía tiradores; a jugar 38 minutos manoteándose con los gigantes porque nunca surgió un recambio de nivel internacional en su posición; a buscar equipos de nivel internacional, con 40/41 años, para no perder ritmo y poder seguir compitiendo para su país.
Luis deja un legado de compromiso, de pasión y –sobre todo- de respeto en el deporte internacional. No hace falta más que ver algo absolutamente increíble que sucedió en su último partido: se detuvo un enfrentamiento de eliminación directa en unos juegos olímpicos, de manera espontánea, para que jugadores propios, rivales y los pocos presentes, despidan aplaudiendo de pie al mejor jugador de la historia de la selección. “Es una leyenda y lo teníamos nosotros” dijo Campazzo. Y sí, fue así.