miércoles 16 de julio de 2025 - Edición Nº2415

Opinión | 12 ago 2023

El centralismo profundo

Antecedentes de una problemática sobre la distribución político-económica aun vigente en el territorio nacional.


Por: Juan Gorosito

En la columna de la semana pasada abordamos algunos aspectos notables de la tensión centralismo-federalismo en la que ampliamente se imponen desde al menos la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 los intereses del puerto, Buenos Aires.

 

Los historiadores Raúl Fradkin y Juan Carlos Garavaglia publicaron en 2009 un libro titulado La Argentina Colonial, un título provocador en función de que la Argentina y la colonia no son temporalmente coincidentes. En ese trabajo definen a las ciudades coloniales por su heterogeneidad, característica que difería de lo que los españoles imaginaban para su control y devenir, en tanto buscaban un modelo europeo y católico.

 

Ya tempranamente se observan diferencias entre Buenos Aires y el resto. Las ciudades coloniales eran básicamente rurales, con la excepción del puerto. Las ciudades del Interior eran las cabeceras de una amplia jurisdicción sobre la que ejercían el poder y de la que no se podían separar, y en las que la producción agropecuaria era la actividad principal. Es decir, desde la mismísima colonia Buenos Aires vivió de la producción del resto del país con una jurisdicción pequeña y concentración poblacional y fue construyendo desde allí su poder político y económico.

 

Tanto en las provincias como en la ciudad portuaria, el ejercicio del gobierno estaba en cabeza de las élites, cruzadas por parentescos, con el cabildo como corporación de los vecinos y un precario sistema administrativo al menos hasta la década de 1780.

 

Fradkin y Garavaglia exponen claramente la diferencia de Buenos Aires con el resto de las ciudades. En la capital del Virreinato del Río de la Plata se concentraba el mayor porcentaje de españoles (dos de cada tres habitantes), pero en el Interior existían minorías europeas y mayorías de mestizos, aunque el poder siempre estaba en manos de las élites de raíces europeas.

 

Luego de los intentos con más fracasos que éxitos de “urbanizar” a los pueblos originarios de los siglos XVI y XVII el siglo XVIII ya muestra ciudades y villas organizadas, con cabildo, milicias y gobiernos con cierto poder local, con una mejor organización tributaria. Sobre fines de siglo una oleada de inmigrantes hispanos se suma a las ciudades coloniales, no ya en el lugar de las élites a las que podría sospecharse que pertenecían por origen, sino en el de la plebe, dados sus oficios y labores, y el sometimiento a durísimas condiciones laborales que compartían con los indígenas, bajo pena de ser perseguidos por vagos en aquellos casos en que rechazaran las tareas impuestas. Cualquier semejanza con algunos discursos electorales actuales no es mera coincidencia.

 

A partir de las Reformas Borbónicas se produce una mayor centralización del poder político. Quienes son designados virreyes e intendentes son generalmente militares formados en la Península que en el nuevo régimen burocrático buscan más pragmatismo y recaudación incluso con algunas medidas anti eclesiásticas como la expulsión de los jesuitas. Otro autor, Oscar Terán, señala que las reformas tienen una fuerte influencia de la Ilustración, son de corte progresista, con la razón por encima de la religión y con el presente y el futuro por encima del pasado. No obstante, se trata de un progresismo bastante original porque se cuida de no romper con la monarquía, por eso la ruptura con la Iglesia no es total, y de imponer en las ciudades una modernización desde arriba ante un pueblo mirado como un sujeto pasivo, todo lo contrario a una mirada revolucionaria desde las bases.

 

Quizá en esta segunda mitad del siglo XVIII puedan encontrarse algunas claves de los padecimientos actuales. Es fundamental conocer desde donde vienen las características de nuestro presente para comprender la profundidad de sus bases y las dificultades a enfrentar para conseguir los cambios.

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