

En enero de 1995, apenas semanas después de la devaluación del peso y la fuga de capitales que dieron origen a la llamada crisis del Tequila, el gobierno de Estados Unidos salió en auxilio de México con un paquete financiero sin precedentes. A través del Exchange Stabilization Fund (ESF), el Tesoro norteamericano garantizó y prestó cerca de US$20.000 millones, que se sumaron a los fondos del FMI y de otros organismos hasta reunir un salvataje por más de US$50.000 millones (IMF, 1995). La operación buscó evitar un default mexicano y contener el riesgo de contagio hacia otros mercados emergentes.
El rescate logró estabilizar las reservas internacionales y frenar una crisis de confianza que amenazaba con desbordar hacia el sistema financiero global. Sin embargo, sus consecuencias negativas marcaron la política económica mexicana durante años.
El primer impacto fue interno: el Estado mexicano debió absorber los pasivos de un sistema bancario en problemas, a través de programas como el FOBAPROA, que trasladaron deudas privadas al erario público (Álvarez, 2002). Ese rescate bancario incrementó la deuda pública y limitó recursos que podrían haberse destinado a inversión social, con un peso que recayó directamente sobre los contribuyentes.
Al mismo tiempo, las duras condiciones del paquete —altas tasas de interés, disciplina fiscal y reducción del gasto— provocaron una recesión profunda en 1995. El PIB cayó, el desempleo aumentó y los salarios perdieron poder adquisitivo, lo que disparó los índices de pobreza (IMF, 1995). Para amplios sectores de la población, el rescate se tradujo en un ajuste recesivo que agudizó desigualdades.
Un segundo eje de críticas apunta a la distribución de los beneficios. Mientras que acreedores internacionales, bancos y grandes inversionistas vieron protegidas sus posiciones, los costos del salvataje fueron asumidos mayoritariamente por el Estado mexicano. Varios analistas caracterizaron esta dinámica como una “socialización de pérdidas y privatización de beneficios” (Brookings Institution, 1996).
La intervención estadounidense también generó un efecto de largo alcance: el moral hazard. Al demostrar que Washington y el FMI estaban dispuestos a actuar como garantes de última instancia, el rescate incentivó a los mercados a asumir riesgos excesivos en economías emergentes, con la expectativa de futuros salvatajes. Diversos estudios han vinculado esa señal con la fragilidad que estalló luego en Asia y Rusia hacia fines de los años noventa (PIIE, 2000).
El paquete no sólo tuvo efectos económicos. Su diseño, marcado por la intervención directa del Tesoro estadounidense y de organismos multilaterales, alimentó críticas dentro de México sobre la pérdida de autonomía en materia económica. En paralelo, en Estados Unidos el uso del ESF sin autorización previa del Congreso despertó tensiones políticas y denuncias de “rescatar banqueros con dinero público”.
En perspectiva, el préstamo de Washington a México fue eficaz para apagar el incendio inmediato, pero dejó brasas encendidas: endeudamiento más pesado, desconfianza social, dependencia financiera y un precedente de rescates internacionales que moldeó la arquitectura de crisis de las décadas siguientes. Como concluyen los especialistas, el episodio confirma que no todos los salvatajes son neutros: quién paga y quién se beneficia puede marcar la diferencia entre un rescate solidario y un salvataje regresivo.