Hace años que en esta provincia la libertad de expresión se encuentra en terapia intensiva. No es una frase hecha, es una realidad que se repite con nombres y apellidos. Quien se atreve a incomodar al poder político —sea el que sea— termina tarde o temprano siendo castigado. Porque en Río Negro, al gobierno de turno no le molesta lo que decís: le molesta que hables.
Esta semana me tocó comprobarlo en carne propia. Después de cubrir durante días el caso Fred Machado desde Viedma, y de lograr una entrevista exclusiva con el hombre más mencionado de las últimas semanas —que cumple prisión domiciliaria hace más de tres años—, mi trabajo periodístico se convirtió en motivo de sanción. Colaboré con medios nacionales como Letra P y La Nación+, cumpliendo con mi deber profesional: buscar la verdad y contarla. Pero eso, al parecer, fue demasiado.
El resultado fue inmediato: me dejaron sin trabajo. Sin explicación. Sin comunicación oficial. Sin siquiera un llamado. Solo el silencio y la certeza de que mi tarea había incomodado a quien no debía incomodar. Le escribí al gobernador Alberto Weretilneck buscando una respuesta, pero el mensaje quedó sin leer, o al menos, sin responder. El poder no explica. El poder ejecuta.
Y la pregunta que surge es inevitable: ¿por qué tanto miedo? ¿Por qué tanto apuro en disciplinar a un periodista? Quizás porque el caso Fred Machado amenaza con mostrar lo que muchos prefieren mantener en las sombras. No lo sé. Pero lo que sí sé es que cuando el periodismo molesta, el poder actúa como verdugo.
En Río Negro, el periodismo hace tiempo que no es libre. Está condicionado, atado con los hilos de la pauta oficial, anestesiado con dinero público. Muchos medios ya no informan: repiten lo que el poder quiere escuchar. Y mientras tanto, las voces independientes se apagan una a una, por cansancio, por miedo o simplemente por supervivencia.
El gobernador Weretilneck maneja un entramado de medios que incluye más de 35 radios y portales digitales, entre ellos NoticiasNet y El Cordillerano, administrados directa o indirectamente a través de empresas o testaferros. Así controla el discurso público, manipula el relato y decide quién puede hablar y quién no.
Pero la libertad de expresión no se negocia. No pertenece a un gobierno, ni a un partido, ni a un grupo empresario. Es un derecho constitucional, y es la base de toda democracia sana. Si el periodismo no puede investigar, preguntar ni incomodar, lo que queda no es libertad: es propaganda.
Por eso, cuando molestar al poder se convierte en delito, es cuando más hay que hacerlo. Porque el silencio impuesto es la herramienta más eficaz de la impunidad.