El Capitan Aatish Bathia a bordo del Norham British, oyó un estruendo insoportable mientras navegaba a 65km de la isla de Krakatoa. Miró a su alrededor buscando entender qué estaba pasando, pero se encontró con la mitad de su tripulación aturdida, y la otra, los que se llevaron la peor parte, sufriendo daños irreversibles en sus tímpanos. En su relato diría que sólo podía pensar en su esposa, porque entendía que “el día del Juicio Final había llegado”.
Era el 27 de agosto de 1883, y ese estruendo provenía de la erupción del volcán de Krakatoa, evento que se convertiría en el sonido más fuerte del que jamás se haya tenido registros. La potencia sónica fue tal que la erupción se llegó a oír en Islas Mauricio a 4.800 Km, o en Perth (Australia) a 3.500 Km.
Según el barómetro más cercano en ese momento –ubicado en las minas de Batavia, a 160 Km.-, el sonido alcanzó los 180 decibelios. En razón de esto, expertos explican que la explosión debe haber superado cómodamente los 200 decibelios, que serían los posteriormente alcanzados por la bomba atómica arrojada en Hiroshima. A estos niveles de sonido, se produce el efecto de “choque”, es decir, el sonido no se transporta en el aire, sino que lo arrastra creando ese efecto en la onda de aire.
A fin de cuentas, el resultado próximo fue la –prácticamente- desaparición de la Isla, generación de Tsunamis y un saldo de 36.417 muertos. Los barómetros en todo el mundo estuvieron alrededor de 5 días registrando el evento aún generado por la onda de presión, especulando que “el sonido dio cuatro vueltas a la tierra”, pese a ya en este momento, ser imperceptible para el oído humano.