En la Argentina de hoy, donde los discursos libertarios prometen libertad pero entregan ajuste, la realidad golpea con crudeza. La mitad de la población no logra cubrir sus gastos básicos mes a mes. Sin embargo, en paralelo, los aeropuertos están repletos y los destinos internacionales registran cifras históricas de turistas argentinos. ¿Cómo se explica esta paradoja? Con una sola palabra: desigualdad.
Como en los años 90, vuelve a aparecer una “Argentina de dos velocidades”: una para quienes acceden a los beneficios de la desregulación y la apertura económica que es casi un 20% de la población total, y otra –cada vez más extensa– para quienes sobreviven con salarios pulverizados, trabajos informales o jubilaciones miserables. En este contexto, los viajes al exterior no son un símbolo de libertad individual, sino una postal obscena del desbalance social que está generando el experimento económico de Javier Milei y su ministro Luis "Toto" Caputo.
La caída del consumo interno, la destrucción del salario real, la parálisis de la obra pública y la licuación del gasto social no afectan a todos por igual. Mientras la clase media baja se endeuda para pagar el alquiler o una compra de supermercado, un sector de la población aprovecha un tipo de cambio favorable para viajar, importar y dolarizarse. La promesa de “ordenar la economía” se tradujo, en los hechos, en un modelo que premia a unos pocos y castiga a la mayoría.
¿Hasta cuándo se puede sostener una sociedad que crece hacia arriba y se hunde hacia abajo? Si esta situación se consolida, la brecha entre quienes tienen la capacidad de consumo dolarizada y quienes ni siquiera acceden a una canasta básica será más amplia que nunca. Y eso no solo es injusto: es insostenible.
El plan Milei-Caputo repite errores ya conocidos. Bajo la lógica de la “libertad de mercado”, se están destruyendo los mecanismos de equidad que permiten a una sociedad mantenerse cohesionada. El resultado no será una nación más eficiente, sino una más desigual, fragmentada y polarizada.
En lugar de ser un país donde todos tengan oportunidades reales, nos acercamos peligrosamente a un escenario donde nacer en una u otra clase determina el acceso a salud, educación, vivienda y hasta la posibilidad de soñar con unas vacaciones.
No se trata de cuestionar que alguien viaje al exterior. Se trata de advertir que cuando eso se convierte en un lujo reservado a una minoría, mientras la mayoría ajusta hasta el hueso, no estamos frente a una economía que funciona, sino frente a un modelo que excluye.
El Gobierno podrá celebrar el “déficit cero” o el “superávit financiero”, pero si la mitad de la población no puede llegar a fin de mes, eso no es un éxito: es una condena. La Argentina necesita crecimiento, sí, pero con distribución. Necesita reformas, pero con equidad. Y necesita, sobre todo, que los responsables políticos gobiernen para todos, no solo para quienes pueden comprar en dólares mientras el resto cuenta monedas.
Porque una nación no se construye con pasajeros en primera clase y millones hacinados en el furgón. Se construye con justicia social, con igualdad de oportunidades y con políticas que prioricen el bien común sobre los balances contables. Eso, hoy, está más ausente que nunca.